alfa y OMEGA

Hace unos días surgió durante una conversación grupal de *whassap* con mis amigas el tema del cuidado de los padres. Una de ellas nos contaba sobre su mami, la cual estaba algo delicada de salud. A la distancia, no nos quedó más que brindar apoyo emocional a nuestra amiga y mandarle mucho cariño a su mamita, aquella consentidora que muchas veces me había llevado el desayuno a la cama en mis tantos campamentos estudiantiles en su casa. Nos quedamos todas con cierto sinsabor, algunas pensando en sus propios padres y cómo ayudarlos para que realicen sus chequeos médicos, otras, sintiéndonos frustradas al ya no tenerlos a nuestro lado y sin poder devolver algo de lo que hicieron por nosotros.

Todas estábamos de acuerdo en que cuidarlos durante su tercera edad, esa edad en la que ellos nos permiten cuidarles los huesos mientras ellos aún nos siguen cuidando el alma, era una retribución necesaria, casi obligatoria.

Sin embargo, me quedé pensando en aquella condición de obligatoriedad y sentí, ahora bajo mi condición de madre, que no quisiera despertar en mi niña un sentimiento de obligación hacia una Roxana algo anquilosada y más renegona. No quisiera darle una carga en sus años de vuelo. No quisiera cargarle tampoco alguna culpa imaginaria. Quién sabe y Dios me escucha y me hace partir antes que necesite del apoyo de sus manos. Pero entonces volví a pensar en mi condición de hija y casi como una respuesta inmediata a la madre que reside en mi, me dije – no, no significaría una carga, sería cerrar el círculo de amor que empezó en el vientre de mi madre, sería ayudarles a ver el mundo a través de aquellos ojos que ellos una vez cuidaron de la luz y la oscuridad, sería esa cosecha que no necesita de granero ni despensa, sería el amor que siempre es.

Yo confieso que daría mucho con tal de cuidar de mis padres, de llevarlos de paseo, a que mojen sus pies en el mar, a que respiren el olor a leña del campo, a que escuchen el cantar del río y el reír de los pájaros. Sería tan feliz de asistirlos si fuese necesario y no por un obligación, no por retribución ni deuda, sencillamente por amor.

A unos días de esta conversación fuimos con mi pequeña a la playa y como si Dios enviara una clara respuesta a mis divagaciones, mientras sujetaba su mano y la cuidaba mientras su intrépido corazón se entregaba al mar, vi al costado nuestro a una señora sujetando la mano de su anciana madre, mientras la ayudaba a confundir sus pies con las estelas del mar.

Entonces recordé que Dios es amor, que Dios es el principio y el fin, y pues allí con el mar de testigo no podía figurarse mejor ejemplo. Ese amor que no tiene principio ni final, ese ovillo interminable que gira y gira hasta fundirse en si mismo. Hasta volverse Dios.

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